12 junio, 2020

“Yo soy el Pan vivo, bajado del cielo” (Jn 6, 51)

Eduardo A. Carranza A., cmf., hondureño de 25 años de edad.
Es profeso de la Congregación Misioneros
 Hijos del Inmaculado Corazón de María,
I año de Teología.

E. Eduardo A. Carranza A., cmf.

Hoy celebramos la solemnidad del Corpus Christi, la cual nos recuerda la singular importancia que Jesús daba al comer con otros en torno a una misma mesa. Descubrir las raíces últimas, culturales y religiosas de este sacramento de la Iglesia, que se remonta a la última cena de Jesús con sus discípulos, es un reto para una comunidad y para cada uno de nosotros, ya que como dice el Vaticano II, este sacramento es como la «culminación de toda la vida cristiana» (LG 11) y también en cuanto en él «vive, se edifica y crece sin cesar la Iglesia de Dios» (LG 26).

La Eucarística es un sacramento que siempre se renueva desde el compromiso comunitario, solidario y fraterno. En cada Eucaristía acontece siempre algo nuevo para nosotros, porque siempre tenemos necesidades nuevas, las cuales nos conducen a confiar en el resucitado. Por ello, los textos de la liturgia de hoy están transidos de ese carácter inefable que debemos buscar en este sacramento.

Hay un elemento que puede iluminarnos, cuando los seguidores de Jesús se volvieron a reunir tras su muerte, ahora ya sin Jesús, con la sola fuerza en la convicción de su nueva presencia resucitada, hasta el punto que podemos hablar de la comunidad del Resucitado, lo hacen, como nos relatan los textos del Nuevo Testamento, celebrando una comida y partiendo y repartiendo el pan, tal como lo habían visto hacer al mismo Jesús. Es más, las narraciones sobre Jesús, que después pasaron a ser relatos a cerca de Jesús, origen de los Evangelios, se fraguaron en estas comidas de fraternidad.

El sencillo pueblo cristiano, y en lucha frente a las autoridades eclesiásticas, comprendió de una forma más plena y auténtica el sentido profundo de la cena del Señor, esto es, el memorial por el cual Jesús se hace ‘real’, simbólica y sacramentalmente, bajo las especies y signos el pan y el vino en torno a una mesa compartida.

Comulgar, ya en cristiano, no es solo recibir un sacramento, es estar comprometido con una llamada y con un seguimiento. Comulgar quiere decir compartir, hacerse solidario. Dios, por así decirlo, se superó a sí mismo, tras la liberación de la esclavitud de Egipto y la constitución del pueblo de Israel, con la Katábasis o Encarnación de su Hijo. La solidaridad de Dios con el hombre llega hasta el extremo en Jesús, confesado como el Cristo, quien dio su vida por toda la humanidad.

La fidelidad de Dios hacia su pueblo se ha convertido en Jesús, en promesa de vida eterna, en una eternidad que transciende el tiempo histórico y que va más allá de nuestra muerte corporal. En su comunión con Él participamos ya, como enseñan los Padres de la Iglesia, de la divinización, porque toda la humanidad está orientada a ver a Dios cara a cara y a morar en su santuario.

La actual pandemia (Covid-19) nos está retando como humanidad. No hay país o grupo humano que esté libre de esta lacra. Cada día algo es más claro: solo podremos superarla con el esfuerzo y el aporte de todos. Tenemos la oportunidad de crear nuevos lazos de encuentro y comunión solidaria entre todos. Ojalá que al salir de esta crisis seamos todos mejores personas, más preocupados, solícitos y solidarios con la suerte de los demás y comprometidos con nuestro planeta.

 


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